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Santiago Maldonado

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¿SARMIENTINO YO?

sábado, 12 de septiembre de 2009

No. Antes que nada, quiero declarar aquí que me separa de Domingo Sarmiento un abismo ideológico. Que soy uno de esos que, seguramente, quedaban detrás de esa línea imaginaria que trazaba entre las personas y él: aquí, la civilización; allá, la barbarie. Así se lo dijo, de hecho, siendo presidente de la República a un cacique Tehuelche al que había ido a visitar de manera oficial. La historia es graciosa, porque en su vanidad, había ordenado que le enviaran por adelantado, la colección de sus obras completas. Cuando llegó con la comitiva oficial a la toldería, se encontró con que el cacique había hecho serruchar los libros hasta darles a todos el mismo tamaño, con el argumento sencillo de que eran todos de tamaños diferentes y no entraban en el anaquel que les tenía reservado. "De mi lado, la civilización", exclamó el Loco trazando una línea en la tierra con una vara. "De tu lado, la barbarie". Este era Sarmiento. Un hijo del romanticismo tardío, un positivista empecinado, un iluminista compulsivo que vió en las rebeliones del interior, acaudilladas en muchos casos por viejos soldados de la independencia, un avance del más oscuro feudalismo, contrario peligrosamente al progreso indetenible del siglo en que le tocó vivir. Será Jorge Abelardo Ramos quien compare certeramente la visión sarmientina del "feudalismo" caudillesco y federal con la manera en que el stalinismo argentino (vía el PC, más mitrista que el propio Mitre) juzgó este fenómeno histórico y fundamentó así su lejanía insalvable con los fenómenos populares del siglo XX que persiste hasta hoy.
Constituye un error pensar en Sarmiento sin abordar sus facetas y sus profundas contradicciones. No poseía ese poético victimismo masturbatorio de otros miembros de su sector ideológico (dicho esto a grandes rasgos, los que estaban contra Rosas), como los miembros de la "generación del 37" (Echeverría, Alberdi, Mármol) que se ufanaban de su condición de exiliados en la Banda Oriental y publicaban líbelos más o menos tontuelos contra el "dictador" y que en sus tertulias de los "salones literarios" champurreadas en francés, terminaban elucubrando delirantes revoluciones o planes de asesinato que los devolviera a la Patria como héroes, prefigurando el comportamiento de ese mismo sector cien años más tarde, ante el peronismo. Sarmiento fue diferente. No en el esteticismo del perseguido (en su desmesurada vanidad, escribe su frase célebre, sobre que las ideas no se matan, en francés), sino en la manera que asume su oposición al rosismo: mientras los exiliados de la Banda Oriental buscan la ayuda francesa para montar un golpe de Estado y consiguen , gracias a las intrigas de Dalmacio Vélez Sársfield (el célebre "doctor Mandinga") la financiación de un "Ejército Grande" comandado por Juan Lavalle que avanza penosamente invadiendo provincias donde siembra un terror peor que el que sirve de acusación contra Rosas y termina diezmado por los ejércitos de la Confederación. Sarmiento, en cambio, configura un ataque mucho más sabio contra el alma misma de la Santa Federación: un libro. El Facundo. Entrado de contrabando desde Chile, Facundo es una bomba a la unidad de la Confederación regida por Rosas. No contribuye a su caída, pero el daño histórico es enorme. Y eso es el elemento distintivo de Sarmiento con respecto a otros de su generación: su visión de lo que significaba la posteridad. Es verdad que Bartolomé Mitre discurrirá por una idea semejante al consagrar los héroes y los monstruos históricos para la historiografía clásica argentina, no por nada fueron, ambos, socios y enemigos. Se parecían demasiado, al menos en algunos aspectos. Luego de la caída de Rosas, derrotado por un ejército brasileño comandado por el estanciero entrerriano Justo de Urquiza, la unidad golpista dura poco. Urquiza se entera velozmente de lo que significa el centralismo porteño y el conflicto con el mitrismo ocurre con la velocidad del rayo. Prudentemente vuelve a recluirse en Paraná, donde lo hallará el asesinato años más tarde, siempre dudando entre encabezar la rebelión federal contra Buenos Aires o pactar con los porteños para conservar sus bienes. Rosas, en el exilio, dirá de él: "no perdió una sola de sus vacas". Otro precursor. A partir de 1862, la presidencia de Mitre inaugura un período de terror sin antecedentes. Las expediciones punitivas del Ejército de Línea sobre las provincias alzadas en armas contra el centralismo porteño son carnicerías que cuentan con el explícito aval de Sarmiento, quien comprende que el terror será la única arma verdadera para derrotar a los alzados. Esta represión tendrá su paroxismo en el asesinato del general Angel Vicente Peñaloza, el Chacho, cuya cabeza es expuesta en la punta de una lanza para ejemplo. Sarmiento escribe entonces a Mitre: "si no hubiéramos exhibido la cabeza de aquél inveterado pícaro, las masas no se habrían aquietado en seis meses". Este es Sarmiento en toda su ferocidad. Dice bien Ramos que es sangrientamente irónico que el justificador del asesinato de miles de gauchos, sea también el fundador de la Sociedad protectora de Animales. Como segundo presidente de la "organización nacional", le toca conducir el final de la guerra de exterminio contra el Paraguay. El libresco humanista (ese otro aspecto innegable de su personalidad tan compleja) que ha quedado subyugado por la cultura de Europa y por la potencia industrial norteamericana, amuebla sin embargo su despacho presidencial con los muebles saqueados del palacio de gobierno del Mariscal Solano López, asesinado como un perro en el cerro Corá por tropas del imperio del Brasil, que es, en definitiva, el único ganador de esa guerra diseñada en las oficinas del Foreign Office británico. Argentina solamente trae como trofeo de guerra la fiebre amarilla. Y el reloj del Mariscal, que el presidente Sarmiento lucirá con infantil orgullo. Es durante ese único mandato que Sarmiento se ganará el título póstumo de "gran educador". Su preocupación por la educación pública es innegable, aún dentro del marco ideológico que posee. La formación de "maestros normales" bajo la conducción de docentes norteamericanas, de clara inspiración civil y laica constituye una decisión que pudiera ser llamada (con todos los reparos) de progresista, proviniendo de una época en que el poder eclesiástico se asienta directamente sobre la educación. Es que ese otro aspecto sarmientino: su laicismo cerril, por liberal y masón, lo lleva a hacer un gobierno que se escapa del canon de su tiempo y lugar. Algo parecido al primer mandato del general Roca una década más tarde: una especie de progresismo conservador de rara catadura, que exige un análisis cuidadoso. Teminará sus días en la tierra que ayudó a sembrar de muerte. Asunción del Paraguay en 1888 es una ciudad muerta. Casi no quedan hombres en ese país, llevados los sobreviviente de la matanza de 1870, como esclavos al Brasil. Allí, también, ha perdido a su único hijo reconocido, Domingo Fidel Sarmiento, caído en esa guerra absurda y ajena a los intereses argentinos y que su propio padre, entre otros, habían fomentado. En sus últimos años, se dedidó a devolver el odio que Mitre y sus partidarios le hicieron sentir mientras fue presidente. Siempre polémico (aunque no en el sentido "Clarín" del término) se acercó al ascendente Julio Roca y se ofreció como prenda de unión después de la guerra civil que el presidente Avellaneda libró contra Carlos Tejedor, gobernador mitrista y separatista de la ciudad-puerto. Eso significaba volver a ser presidente, que era lo que más deseaba, en gran medida para vengarse de Mitre. Se cuenta que Roca dijo a un correligionario: "en cuanto le ofrezcamos ser el fundador del imperio argentino, el Loco se nos entregará en cuerpo y alma". No le faltaba razón, porque su vanidad, así como los arranques volcánicos de su carácter eran ya famosos. Pero no pudo ser. Fue el propio Roca quien decidió mandar en el país, sobre la Buenos Aires derrotada y federalizada. Allí comenzó su ocaso. Por fin, la fotografía que lo muestra en una compleja silla con pupitre, arropado con una manta y con la mirada fija en la cámara, fue tomada casi doce horas después de que muriera, cuando hubo la suficiente luz natural para hacerlo. Hasta el final fue irónico y malignamente inteligente. Su secretario en Asunción relató que antes de morir, se quejó de que tenía frío. El secretario lo arropó, y cuando lo hizo, Sarmiento le dijo "es que es el frío del bronce". Se puede pensar que ya conocía de antemano su destino de Simulcop.
MP

3 COMENTARIOS:

Unknown dijo...

¿cuando se enseñará la verdadera historia en los colegios?
Excelente narración!

saludos

crishtinayneshtor dijo...

Fue la lucha, tu vida y tu elemento;
la fatiga, tu descanso y calma;
la niñez, tu ilusión y tu contento,
la que al darle el saber le diste el alma.


Con la luz de tu ingenio iluminaste
la razón, en la noche de ignorancia.
Por ver grande a la Patria tu luchaste
con la espada, con la pluma y la palabra.



En su pecho, la niñez, de amor un templo
te ha levantado y en él sigues viviendo.
Y al latir, su corazón va repitiendo:
¡Honor y gratitud al gran Sarmiento!
¡Honor y gratitud, y gratitud!



¡Gloria y loor! ¡Honra sin par
para el grande entre los grandes,
Padre del aula, Sarmiento inmortal!
¡Gloria y loor! ¡Honra sin par!

AM dijo...

Che Nestor de posta, estás sin nada que hacer?